sábado, 3 de octubre de 2009

Nacho en la ventana.

Nacho en la ventana.

Nacho había estado toda la noche haciendo el amor, pero no conmigo.

Su figura semidesnuda se dibujó un instante tras los cristales empañados y la lluvia. Se sentó en el alféizar y miró a la plaza, abajo.


Me sentí insignificante transeúnte cuando su frente se pegó al vidrio mojado, marcándole un surco redondo en la frente.

Lo miré impasible, sostuve fría la mirada.
Sin rencor, sin curiosidad, sólo una mirada cualquiera. Él alzó la mano y ésta quedó suspendida un tiempo en el aire en gesto ambiguo de saludo; hice un mohín levantando el mentón como respuesta. Deshice el contacto visual, fui con paso decidido hacia su puerta.

Empujé la vieja madera verde corriendo el cerrojo abierto, y subí la angosta escalerilla de barro hacia su cuarto, sujetándome por las estrechas paredes del pasillo.

Lo encontré en el mismo sitio, sentado, con un cigarro apagado bailando entre sus dedos.

-¿Tienes fuego?- Exigió acompañado de un leve silbidito para llamar mi atención, que se había dirigido a la cama revuelta, la ropa por el suelo y otros enseres desparramados por el escritorio.

-Espérate, acabo de llegar. Di hola por lo menos.- Yo siempre salvaguardando mi dignidad por encima de todo. Él se limitó a mirar por el rabillo del ojo, muy pícaro con media sonrisa dibujada en la cara.

Me senté tímidamente en un sillón orejero, me apreté la bufanda aún más al cuello y tamborileé sobre la tapicería de cuero. Él carraspeó señalando el tabaco para que yo reaccionase y le lanzara el mechero con brusquedad.

Comenzó a fumar.

Lentamente, el cigarro iba y venía de su boca al alféizar, con taciturno humor otoñal. Él no dejaba de mirarme con esa mirada entrecerrada y perversa. El humo escapaba de su boca, y parecía formar sutiles lenguas que escribían erotismos en el aire. Pero no me estaba llamando a mí.

Con un desdén merecido y las cejas arqueadas, me dirigí al escritorio, y en silencio ordené todo lo que había sido desparramado: incluyendo un café que había mojado papeles y libros. Él me dejó hacer como si fuese mi función limpiar sus errores y aventuras.

-Venga, vamos a trabajar, tenemos que tener esto terminado para mañana a primera hora.- Espeté sin mirarlo.
Noté sus ojos divertidos en mi nuca, y una sonora risa empujó el viciado aire de su aliento hacia mi lado de la habitación.

Lo miré enfadada, pero no dije nada.

Me senté frente a la máquina de escribir, coloqué los cuadernos en su atril y comencé a transcribir por mi cuenta. Las teclas acompasadas se reían de mí.

Me mantuve altanera un grito de socorro que tenía atragantado en el pecho.

Él no iba nunca a girarse hacia mí, ni a mirarme como yo hubiese esperado; sin embargo dolía menos que si eso hubiese pasado. Pero dolía estar en esa habitación que todavía olía a sexo.

Y las teclas, sonoras, mellaban las yemas de mis dedos y me hacían desvariar drásticamente el contenido el texto. Lancé otra bola de papel a la basura con violencia y vuelta a empezar. Me quité la chaqueta, la bufanda, me abrí el botón de la camisa.

Oí un murmullo parecido a un ronroneo y él apagó el cigarro extinguido y se puso tras de mí a jugar con mis hombros, masajeándolos inocentemente.

Lo miré frustrada.


-Está bien, voy a ayudarte.- Tomó los cuadernos y se puso a dictarme. S
u voz me hacía sentir diligente y el trabajo se hizo más ameno.
A veces, se agachaba para cambiar de tomo y sus cabellos largos rozaban mi mejilla, que se tornaba ligeramente rosada un instante: y luego nada.



-Hemos terminado.- Suspiré con júbilo retirándome de la máquina. Habían pasado cinco horas y media, ya casi era la hora del almuerzo. Él chocó un instante su cuerpo contra mi espalda al dejar el último manuscrito sobre la mesa. Sentí su torso desnudo acalorado.

Susurré una breve disculpa, y nuestras miradas cansadas se enfrentaron un momento. Yo me esforcé por no mostrar expresión alguna en el rostro; oculté espanto y desesperación bajo cada parpadeo que me contuve. Él, simplemente, miraba curioso; y juraría que habí
a algo de añil en esos ojos marrón oscuro, casi negro. Se rió con los ojos; desvié la vista.
Tomó mi mano que se movía al vuelo, la alzó hasta tenerla a la altura de mis ojos, y con brusquedad e impaciencia, la arrastró hasta sus labios, a quienes dejó poner un beso prolongado que cubrió toda mi muñeca. Perpleja, fruncí el ceño y me hice a un lado.


Agradeciendo mi trabajo, volvió a sentarse en el alféizar y me pidió cita para un día cualquiera, previo a la entrega definitiva del libro.

Tomó una cerilla de un cajón cercano.

Miró a la plaza, pegó su frente al cristal y alzando con lentitud la palma de la mano, saludó a una mujer bella y recatada que pasaba por debajo.

Comenzó a fumar.

Y lentamente, volutas de humo iban alborotándome el cabello, acariciándome la espalda, suspirándome sobre el cuello; desnudándome.
El humo se imprimía en mi ropa, la hacían cada vez más pesada, más antigua. El humo se clavó como siete espadas en mis pupilas y sentí desaforados deseos de llorar: así son los estragos del deseo.

Con un desdén merecido y guardándome la dignidad vacua que me quedaba, volteé mi cuerpo hacia la salida, recogiendo violentamente mis pertenencias, dejando a Nacho atrás, sentado.

Porque siempre sería Nacho, el mismo de siempre: sentado en la ventana. Y yo siempre me iba a estar muriendo, y yo siempre iba a estar indefensa y cavernícola en clave de sol, oyendo su silencio.
Él siempre iba a ser Nacho en la ventana; yo sólo podía oler las correrías de su habitación y huir a mediodía.

Porque hay pecados más graves que el olvido y olvidar no es siempre cuestión de suerte.
Porque hay vértigos más grandes que el amor y hay miedos más estrafalarios que ser correspondido.

Porque fuiste un náufrago en mi boca, cuando crucé la puerta para nunca más volver y tú lo sabías.

-Me voy.- dije, y sonó a interrogación y a puntillas que crujen tras las puertas.

Y tú sabías que me iría, para no volver, para siempre.
Creo que dijiste que no querías, pero esas son las palabras que olvidas: las que inventas sin querer para soñar despierta.
Creo que ambos lloramos a cada lado de la puerta: yo no podía imaginarte levantado de tu ventana, y tú no podías ser tan valiente como para abrir la maldita puerta.

Porque tú habías tocado con tus manos amarillentas del tabaco los senos que escondían mi corazón, buscando, como cual niño perdido, los latidos palpitantes que decían adiós.

Yo ya no tenía más formas de decirte te amo.

Y tú habías agotado todas las posibilidades de ignorarme.
Era todo o nada, y ni si quiera dijiste que no.

Había un ángel para cada uno de nosotros al doblar la esquina de la plaza… pero lo hubiese matado si tú te hubieras vuelto de espaldas, si hubieras cruzado el umbral para meter un dedo entre mis alas.

Comenzaste a fumar.

Y tú siempre serás Nacho en la ventana, y yo ese amor que nunca más volverá.


2. 10.09
IDG