miércoles, 23 de diciembre de 2009

Claudia mujer



Claudia estaba mojada cuando despertó.
“He dejado de ser una niña”, repetía monotema en su cabeza, como despertando de algún mal sueño.
“He soñado recuerdos…”.
Y por quemarlos como a fotos sin miedo, se precipitó y cayó de la cama porque sus pies aún estaban desnudos, húmedos y fríos. (Si no fuera por todas aquellas lágrimas que guardaba bajo la cama…).
A rastras y desaforada, huyó de sí misma hacia la ventana. Estaba cerrada y se lanzó claustrofóbica contra el vidrio que ruidoso, escurrió su rostro aterrado.
“¡He dejado de ser una niña! ¡Ya no soy tu muñeca!” golpeó mil veces el cristal, pues el cerrojo no se abría.
Fuera, le respondió con truenos la tormenta.

Claudia golpeó y golpeó con la idea absurda de romper el ventanal… hasta que finalmente, se quedó en el suelo dormida.

Se le iban cayendo los párpados con peso. Se le iban entrelazando una a una sus rizadas pestañas.
Se dejó vencer… y abrió de repente los ojos, para encontrarse de lleno con una mirada a sólo un palmo de su nariz. Lanzó un grito ahogado por la angustia de saber, que se había quedado dormida. ¿O no?
-Sigue al conejo blanco.- Dijo la voz chillona y repelente de ese ser de ojos claros y saltones.
Claudia negó con la cabeza llena de pavor.
-¡Sigue al conejo blanco!-
Ella, una vez más, negó. Se fue alejando de ese extraño y diminuto hombrecito enchaquetado de piel marrón y rasgos indios. Su espalda chocó con una pared azul.
Claudia estaba avergonzada. Y no entendía porqué.
-¡Sigue al conejo blanco! ¡Síguelo!- gritaba el hombre.
Ella sólo podía negar con la cabeza de forma absurda e incontrolada, de modo que el saltarín índigo se enfadó y corrió hacia ella. Sacó ovillos de hilo blanco de sus bolsillos, y Claudia sin querer, se dejó maniatar.
-¡Sigue al conejo blanco, maldita Claudia! ¡Síguelo!-
Entonces Claudia volvió, otra vez, a ser la muñeca de alguien: de repente estaba atada y atornillada por todas partes, y un invisible (pero seguramente gigante) titiritero, la manejaba.
Claudia empezó a llorar al compás con el que su cuerpo bailaba un vals que nadie sabía de dónde venía, y el hombrecillo de cartón, se fue autodestruyendo, cuando encendió su pequeño cigarro.

Claudia bailó y bailó noches en vela. Días festivos. Lunas llenas.

Claudia sólo podía pensar, que qué hubiese pasado si hubiese podido abrir la ventana… quizás hubiese escapado. O peor, hubiese saltado.

El conejo blanco brincó. Y Claudia sacudió su cabeza inundada de llanto como si despertara.
El conejo blanco la miró, y sus ojos azules parecieron haber encontrado algo.
Claudia deseó ser hermosa para ese conejo inmaculado.
Claudia se sintió desnuda y manchada de barro, y empezó a renegar de sus hilos.
El conejo esperó. Y esperó atónito con la mirada fija: los ojos de Claudia le habían llamado.
Claudia gritó sin voz. Se movió sin fuerzas. Lloró sin llanto.
El conejo, esperó.

Claudia dejó de luchar al cabo de cinco largos años.
Y el conejo, esperó.

Claudia se rindió y su cuerpo, que ya no era su cuerpo, si no una extensión anatómica de carne y hueso, siguió bailando.

El conejo movió una oreja, luego el rabo.

Claudia supo que se iría, y bajó pesadamente los párpados.

Cuando Claudia se había rendido, el conejo dejó de ser blanco.

-Ya no soy una niña. No quiero ser la muñeca de nadie. No quiero ser Claudia en esta ventana, atrapada con siete años, con trece, con todos los años y con ninguno. No quiero ser Claudia. Que nadie mire, voy a vestirme. Voy a taparme. Voy a fingir que me he dormido, que estoy soñando y que voy a despertarme…-



Y el conejo negro, sangró y sangró.



Claudia estaba mojada cuando despertó.
“He dejado de ser una niña”, repetía monotema en su cabeza, como despertando de algún mal sueño.
“Hoy he soñado recuerdos…”.


22-12-09

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